Jorge G. Guzmán: Tenemos que hablar de China
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Por oposición de China -y por octava vez consecutiva- a fines de octubre último los países del Sistema del Tratado Antártico no lograron consensuar un sistema de áreas marinas protegidas para profundizar la conservación de ecosistemas del Océano Austral esencialmente frágiles y expuestos a la sobreexplotación de la pesca industrial.
Llamó la atención que este hecho político, atribuible a una decisión del gobierno de Beijing, no fuera comentado (ni menos criticado) por ningún líder político ni por ningún ambientalista chileno. Al menos en parte, la razón parece estar en la naturaleza de una relación bilateral que, si bien data de 1915, hoy está caracterizada por la preponderancia adquirida por el mercado y las inversiones chinas que, progresivamente, están posicionando a ese país (un régimen autoritario de Partido único) como un “factor” de nuestra economía y, por extensión, de la política nacional.
Respecto de la naturaleza de nuestra relación con China, pasados casi 50 años pocos recuerdan que -a pesar de las diferencias ideológicas- a partir de 1973 los regímenes de Mao Tse Tung (y luego Deng Xiaoping) y el gobierno militar chileno decidieron dar continuidad a una relación diplomática que para entonces había tenido altibajos (especialmente por “la cuestión de Taiwán”). Si desde un punto de vista estrictamente formal los principios de la universalidad de las relaciones diplomáticas y la no intervención en los asuntos internos de otros Estados podían explicar dicha continuidad, en términos políticos hacia 1974 muchos la consideraban simplemente incomprensible (e.g. el ex Canciller Clodomiro Almeyda, que solo meses antes del golpe militar había visitado oficialmente Beijing).
En términos prácticos, para China el Chile de entonces era un proveedor seguro de salitre, cobre y otras materias primas fundamentales para su agricultura y su industria. Para Chile, China pasó a representar una suerte de “aliado en las sombras” que, entre otras cosas, nunca condenó al régimen militar por su record de derechos humanos. El gobierno militar tampoco cuestionó el récord chino, ni siquiera la matanza de Tiananmen (1989).
El “respeto” de la China de Mao y Deng por el régimen militar chileno también podía -al menos en parte- explicarse tanto por la común aversión a la Unión Soviética, como por la preocupación china por el efecto que una ruptura con Chile podía tener sobre su presencia en América Latina (al gobierno de Beijing también le preocupaba el asistencialismo soviético en Cuba y Perú). Chile, además, había estado a favor de la incorporación de China a las Naciones Unidas, asiento permanente del Consejo de Seguridad incluido.
A partir de 1974 ambos países regularmente intercambiaron embajadores y durante los 80 diversificaron la relación con, por ejemplo, estudiantes chinos en la propia Academia Diplomática Andrés Bello.
Relaciones comerciales cada vez más profundas
No obstante, cuando en marzo de 1990 Patricio Aylwin asumió el gobierno, la profundización de las relaciones comerciales y económicas aún constituía una tarea pendiente. Según cifras del Banco Mundial, para entonces las exportaciones chilenas a China no superaban los 10 millones de dólares.
A lo largo de los años 90, mientras Chile practicó un “regionalismo abierto”, priorizando acuerdos de libre comercio y cooperación económica con países y grupos de países en todas las regiones del mundo, China profundizó el camino de las reformas económicas iniciado por Deng Xiaoping que, con la contribución de trasnacionales occidentales, la transformaron en un gigante exportador e importador.
Si bien al comienzo China no fue una prioridad de la diplomacia económica chilena, de todas formas el comercio exterior chileno acompañó la transformación de la economía china. En 2004 ambos países suscribieron un acuerdo de libre comercio que facilitó que el mercado chino paulatinamente se convirtiera en el principal destino de las exportaciones nacionales. En 2004 nuestras exportaciones a China rozaban los US$3.440 millones y las importaciones ya sobrepasaban los US$2.330 millones; a continuación el comercio bilateral continuó multiplicándose para, en 2020, terminar en US$28.500 millones exportados y US$15.440 de productos chinos importados. Un efecto colateral de esto último es, por ejemplo, la presencia del ahora típico “mall chino” (con sus respectivos inmigrantes chinos) radicado en prácticamente todas nuestras ciudades y pueblos. Otro efecto colateral lo constituye el aumento de la basura domiciliaria de productos de bajo precio o poca duración ¨Made in China”.
En el curso de las dos últimas décadas, y mientras el conjunto de la economía china no cesaba de crecer, como en el resto de América Latina la estrategia de Beijing en Chile no se detuvo en el comercio, ni en la histórica “diplomacia cultural”: desde a lo menos una década la presencia china en nuestro país incluye una agresiva política de inversiones en sectores estratégicos (minería, energía, telecomunicaciones). Aunque aun comparativamente menor que las inversiones chinas en Brasil (petróleo, otros recursos mineros, banca), Venezuela (petróleo) y Argentina (energía, transportes, banca y hasta una base militar secreta en Neuquén), en Chile las inversiones chinas pasaron de circa US$85 millones en 2015, a más de US$540 millones en 2019.
En menos de una década China se posicionó como un inversionista principal, superando a países tradicionalmente inversores como Japón y España. En 2020 China ya era el tercer inversionista extranjero en Chile con una inversión directa de US$3.891 millones. Como queda dicho, esa presencia se complementa con la condición de principal socio comercial que, por sectores, en 2020 explicó prácticamente 1/3 de los US$6.363 millones de nuestras exportaciones agrícolas y pesqueras, y casi el 55% de nuestras exportaciones mineras.
Toda vez que ambos sectores explican un importante porcentaje de la fuerza de trabajo del país (amén de la influencia política de sus empresarios y de los parlamentarios de las regiones productoras), en los hechos China cuenta con un lobby que, por acumulación, exhibe una de gran capacidad de gestión para hacerse oír por cualquier gobierno. En el caso del componente político de dicho lobby, muchos líderes y cuadros de prácticamente todos los partidos ya han sido beneficiados con alguna invitación para visitar China en el marco de la tradicional diplomacia cultural.
El crecimiento del comercio y la inversión chinas han venido acompañados con un crecimiento de esa colonia de inmigrantes. En 2002, de un total de 8.318 personas de origen asiático, el número de ciudadanos chinos alcanzaba a solo 1.728. La información disponible del censo de 2017 señala que el número de personas de origen asiático creció hasta los 21.654, de los cuales, es posible inducir, la principal nacionalidad es la china.
Lobby chino
La abierta capacidad de influencia (y a veces de intervención) que la diplomacia china ha exhibido en Chile se sustenta, precisamente, en el conocimiento de que cualquier alteración en su demanda de productos chilenos (o del comportamiento de las empresas que controla) pueden tener serias implicancias no solo económicas, sino que sociales y políticas. Al respecto solo baste citar las declaraciones del propio embajador chileno en Beijing, quien esta semana calificó de “peligrosa” la decisión del gobierno de revisar la licitación adjudicada a una empresa china para la confección de las nuevas cédulas de identidad y pasaportes. Esto, visto el potencial impacto del manejo chino de una base de datos de ciudadanos chilenos, que hasta ahora tienen facilidades de visado en América del Norte y Europa. Como se sabe, el embajador chileno en China es un conocido empresario y ex Presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura.
La franqueza del embajador chileno en Beijing ejemplifica el nivel del lobby chino en nuestro país, que parece estar directamente vinculado al interés de aquellos que hacen y mantienen negocios, relaciones culturales o simplemente simpatías políticas (genuinas o interesadas) con el Partido Comunista Chino.
Esta parecer ser al menos una explicación del por qué -a pesar de la evidencia- no existen grupos en Chile que hayan protestado por el incalculable daño ambiental que anualmente miles de pesqueros chinos infringen a los stocks de recursos marinos del Pacífico Sudeste, incluidas especies altamente migratorias como la albacora y el jurel, de gran importancia para las pesquerías chilenas. Hasta ahora no conocemos de ninguna agrupación empresarial ni ambiental que haya protestado por el perjuicio causado por la pesca industrial china, no obstante que solo en nuestro sector del mundo esta se extiende de las icónicas Islas Galápagos y Rapa Nui hasta las aguas que enfrentan al Estrecho de Magallanes.
Tampoco se ha registrado ninguna voz crítica por la irrupción de China en el sistema de consensos del Sistema del Tratado Antártico, que no solo pone un signo de interrogación a la continuidad de la cooperación antártica, sino que está terminando por incluir a toda la Región Polar Austral en el tablero geopolítico global en el que también deben situarse el comercio, la pesca y el despliegue militar chino. Incluso, en el contexto de la relación respetuosa que hemos reseñado, y disputándose con el puerto argentino de Ushuaia, la diplomacia chilena sigue proponiendo a Punta Arenas como “la mejor puerta de entrada” a la Antártica para facilitar el éxito de este capítulo del proyecto imperial chino. Increíble.
Chile en su zona de confort
La reflexiones de la administración Biden respecto de las consecuencias sobre la seguridad de los Estados Unidos que podrían causar el control chino de la base de datos con identidades chilenas ilustra cómo la inercia con la que se maneja la relación bilateral con China está lejos de no tener consecuencias. En este ámbito Chile sigue refugiado en su zona de confort, convencido que la disputa estratégica y global entre China y Estados Unidos (y sus aliados en el Pacífico y el resto del mundo) que ha quedado plenamente ilustrada en la reciente conversación entre Joe Biden y Xi Jinping no nos afecta. Esto, a pesar que el principal escenario de dicha confrontación estratégica es el Océano Pacífico y, más específicamente, el Mar del Sur de China, por el cual transita un porcentaje fundamental de nuestro comercio, y se sitúan otros de nuestros principales socios en el Asia (Japón y Corea del Sur, adversarios de China).
En la práctica China mantiene disputas territoriales con prácticamente todos sus vecinos, incluidos varios diferendos con la India (otra potencia nuclear). En el Pacífico, amén de la cuestión de la reunificación (Taiwán y su dimensión militar), China está enfrentada a Japón (Islas Senkaku), Vietnam (Islas Paracel) y al resto de los Estados costeros del Mar del Sur de China. En esta última región China alega ciertos “derechos históricos” que justifican su pesca de altura y, también, la construcción de islas artificiales desde las cuales proyecta no solo 200 millas de Zona Económica Exclusiva, sino también plataforma continental mucho más allá de dicha distancia (mapa de la “línea de los nueve puntos”).
En este último ámbito, en 2013 a petición de Filipinas (que invocó cláusulas de la Convención sobre el Derecho de Mar), el Secretario General de Naciones Unidas derivó a China a la Corte Permanente de Arbitraje. En 2016, una vez conocida la sentencia de ese tribunal internacional (que negó validez a sus supuestos derechos históricos en el Pacífico Sur), China simplemente la ignoró. No obstante el precedente jurídico y político que sienta la actitud china, ni entonces ni ahora ninguno de los puristas chilenos del pacta sunt servanda (“lo pactado obliga”, sobre el cual teóricamente se sostiene nuestra política exterior), cuestionó la actitud de Beijing.
En Chile tampoco ha llamado la atención la red de acuerdos pesqueros suscritos por China con diversos Estados archipielágicos del Pacífico Sur que, en el peor de los casos, en el mediano plazo (y al igual que ya ocurrió con varios países africanos), terminarán volviéndose clientes de China. Estos acuerdos conceden a China cuotas de pesca de las cuales las autoridades chilenas no tienen conocimiento, no obstante el impacto de las mismas sobre un ecosistema que, como lo demuestran los fenómenos de El Niño-La Niña, no solo están sometidos al estrés del cambio ambiental, sino que están interconectados.
Adicionalmente, Chile parece no haber tomado nota del profundo significado político, geopolítico y geoestratégico del reciente affaire entre Australia, Francia y Estados Unidos, a propósito de la cancelación de un negocio de US$ 50 billones por doce submarinos franceses convencionales, que ahora serán reemplazados por submarinos a propulsión nuclear que se construirán en Australia con licencia y tecnologías norteamericanas. Con todo su efecto negativo sobre las confianzas al interior de la OTAN, la decisión de Washington de interferir en un negocio entre dos de sus aliados es parte de una política de contención del avance chino en el Pacífico, ámbito en el que también debe situarse el reciente interés de Japón de también contar con submarinos de propulsión nuclear (un tema complejo habida cuenta las restricciones derivadas de los compromisos adquiridos por ese país al fin de la Segunda Guerra Mundial). Para Japón, contener a China en el Pacífico es prioridad.
Hasta ahora Chile parece absorto en el éxito de su comercio exterior, creyendo (o queriendo creer) que un potencial agravamiento de la confrontación entre China y Estados Unidos y sus aliados en el Océano Pacífico no le afectará. Esto es especialmente grave, pues a pesar de que el comercio con América del Norte y Europa parecen estancados, la relación con el conjunto de Occidente no solo tiene precios, volúmenes o containers, sino que tiene valor. Ya es sabido que el progresivo acercamiento (y potencial dependencia) chileno de China comienza a preocupar a muchos de nuestros aliados históricos. Desde la óptica de estos, Chile parece contentarse con reducir sus prioridades a, primero, cuestiones comerciales y, segundo, cuestiones valóricas que solo exigen un esfuerzo declarativo (medio ambiente, cuestiones de género y otros universalismos varios).
Desde este ángulo preocupa que un potencial clientelismo de China -avalado por intereses meramente económicos- afecte otros ámbitos de nuestro posicionamiento internacional, especialmente en áreas tan importantes como la cooperación científica y tecnológica, y las inversiones occidentales en sectores de nuestra economía y nuestra sociedad que exigen innovaciones de calidad que China no está en condiciones de asegurar. La irrupción de China en el campo de la fibra óptica, la transmisión y la seguridad de los datos y la operación del 5G preocupa en muchas capitales occidentales.
Desafío para el próximo gobierno
Parece entonces conveniente que el próximo gobierno se plantee una revisión y una reflexión del tipo de relación bilateral con China que conviene al país.
Si para Chile la demanda china de productos mineros, agropecuarios y pesqueros es trascendente, eso mismos productos también lo son para la economía china (especialmente para su seguridad alimentaria). Todo indica que ha llegado la hora de preguntarnos: ¿Es conveniente que empresas chinas (a final de cuentas, el gobierno y el PC chinos) se aseguren control de sectores críticos de nuestra economía? ¿Cuáles son los posibles efectos de un sector minero o de un sector de las telecomunicaciones controlados por capitales chinos? ¿Tiene consecuencias para el posicionamiento internacional de Chile “ser entendido” como parte del “bando chino”?
Asimismo, resulta del todo necesaria una reflexión acerca de si conviene -o no- seguir guardando silencio frente a la evidente depredación china de la Alta Mar que enfrenta a Chile y otros países sudamericanos. Todo indica que es preciso coordinar con los demás países del Pacífico Sudeste y, también con Argentina, una actitud común frente al problema de la pesca china. No es aceptable que ese fenómeno se reproduzca año tras año, a pesar de que todos los países afectados pretenden una agenda internacional centrada en la conservación del medio ambiente marino y la transparencia de la pesca en Alta Mar.
Igual de importante y conveniente es sincerar las intenciones chinas en el ámbito de la cooperación científica y política en la Antártica. Chile no debe ser un instrumento de la geopolítica china para el desmantelamiento del consenso antártico. Esto es contrario a nuestro interés nacional.
Son muchos los temas y las interrogantes que nos suscita la relación bilateral con China (y, por extensión, con su proyecto geopolítico global). Nuestra relación con este gigante de 1,4 billones de habitantes no puede circunscribirse a la dimensión comercial-económica.
Más allá del respeto a los tratados y al principio de libertad económica, por razones estructurales y de largo plazo, tampoco parece conveniente seguir permitiendo el fortalecimiento del rol de China en nuestra economía.
Debemos prevenir que el poder chino no termine instrumentalizándonos como peones de su ajedrez mundial con Occidente. A final de cuentas, Chile es parte del nuevo mundo americano y, con otros diversos componentes, sus raíces están en Occidente. Es necesario reflexionar sobre el tipo de relación que verdaderamente le conviene a Chile. Tenemos que hablar de China.
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